Aquí les dejo las páginas del libro Historia Universal de Grimberg y Svanström tomo II "Grecia", he recortado y subido todo lo referido a la guerra de Troya y la literatura homérica. No pude encontrar una página para que descarguen el libro completo, de todas maneras si lo necesitan, la próxima clase tendré a disposición el libro completo versión pdf , el que este interesado traiga su pendrive.
La leyenda sobre Troya
La pugna entre Oriente y Occidente, que los eruditos en general ubican hacia 1200 antes
de Cristo, había puesto en juego la dominación del Helesponto. Sin embargo, para la
imaginación popular las causas económicas y políticas son demasiado abstractas y prosaicas.
El sentimiento del vulgo imaginó un motivo de guerra completamente distinto: el rapto de la
bella Helena, causa mítica tomada de una leyenda popular. De los cantos sobre la guerra de
Troya y sus héroes se formaron dos grandes poemas atribuidos a Homero: la Ilíada, que trata
de la guerra misma, y la Odisea, que describe las aventuras del héroe Ulises una vez
terminados los combates.
La historia de la guerra de Troya comienza con el relato de la causa del conflicto: Eris,
diosa de la discordia, trató de sembrar cizaña entre las tres diosas, Hera, esposa de Zeus; Palas
Atenea, diosa protectora de las artes y las ciencias, y Afrodita, diosa del amor. Eris, la única
divinidad que no pudo asistir a una fiesta nupcial a la que fueron invitados todos los dioses y
diosas, se vengó arrojando a los convidados una manzana de oro con la leyenda: "Para la más
bella". Y el ambiente de la fiesta se agrió por completo. Al fin, Zeus, padre de los dioses,
consiguió hacer entrar en razón a las tres diosas que se disputaban el galardón,
convenciéndolas de que sometieran la decisión al príncipe Paris, cuya belleza también era
muy celebrada. El padre de Paris, Príamo, era rey de Troya o Ilión, como asimismo se la
llamaba.
Paris apacentaba los rebaños de su padre en el monte Ida, cerca de Troya. Un día se le
aproximaron las tres diosas y le pidieron zanjar la cuestión: Hera prometió hacerle el rey más
poderoso de la Tierra si le concedía la manzana, y Afrodita, que le entregaría en recompensa
la mujer más bella del mundo. "La manzana te pertenece", dijo Paris sin titubear, ofreciéndola
a la diosa del amor.
Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, era considerada la mujer más bella del
mundo. Allá se dirigió Paris, donde el rey lo acogió con hospitalidad. La bella Helena se
enamoró pronto de él, pero temía ser infiel a su esposo. Entonces, Paris determinó precipitar
los acontecimientos: penetró una noche en el cuarto de la reina, la condujo a su nave y partió
rumbo a Troya. Al saberse la noticia del rapto, en toda Grecia se levantó una ola de
indignación. Menelao y su hermano, el poderoso rey Agamenón de Micenas, llamaron a todos
los príncipes griegos al combate para vengarse del infame seductor. Sedientos de guerra,
todos respondieron al llamamiento y la flota griega reunió más de 1.200 barcos. Agamenón
fue nombrado generalísimo de este ejército.
Cuando los griegos arribaron al país de los troyanos, situaron sus naves en la playa y las
protegieron con una muralla. Después pusieron sitio a la ciudad de Troya. La lucha fue dura e
indecisa la suerte de las armas; los años pasaban sin que el conflicto se resolviera. Héctor,
hermano de Paris, era el guerrero más valiente de los troyanos; Aquiles, el más valiente entre
los griegos. Bastaba la presencia de uno o de otro para poner al enemigo en fuga. Al llegar el
año décimo de la guerra, la fortuna empezó a abandonar a los griegos. Un reparto de botín fue
causa de la enemistad entre Aquiles y Agamenón.
La Ilíada se abre con esta disputa. Las invectivas que se dirigen ambos héroes están
llenas de sabor y de elocuencia. Aquiles descarga así su furor:
"Costal de vino, tú que tienes ojos de perro y corazón de ciervo, nunca has tenido el valor de
ponerte la coraza para combatir al mismo tiempo que tus guerreros, ni de acompañar a los más
valientes aqueos para acechar en las emboscadas; exponer tu persona te parece la muerte. Sin
duda es más provechoso, en el vasto campamento de los aqueos, despojar de su recompensa al
que se atreve a contradecirte. Eres un rey que devora al pueblo, porque gobiernas sobre un grupo
de cobardes. Si fuera de otra manera, oh, atrida, hoy cometerías tu última infamia."
Lleno de cólera y de amargura, Aquiles pronunció un discurso preñado de
consecuencias; en adelante, no desenvainaría la espada contra los troyanos. Se retiró a su
tienda y sólo permitió la compañía de Patroclo, su amigo y hermano de armas.
Los griegos sabían cuán insustituible era Aquiles, y estaban desesperados. Cansados de
esta lucha interminable y deseosos de volver a sus casas, muchos guerreros se dirigieron a los
barcos para hacerse a la mar. Pero el astuto Ulises, rey de Itaca, les salió al encuentro y les
avergonzó de su retirada tan poco honrosa, rogándoles que no abandonaran todo en un
momento de desesperación, como niños caprichosos, sino que se mantuvieran firmes. Sus
palabras hallaron eco. La nostalgia de los griegos se transformó en ardor guerrero y con
amenazador griterío se lanzaron de nuevo contra los troyanos.
Cuando éstos los vieron, salieron de la ciudad para enfrentarse a los griegos en batalla
campal. Paris marchaba al frente del ejército. Cuando Menelao divisó al raptor de su esposa y
lo vio "marchar con paso marcial al frente del ejército, orgulloso como un pavo real", se lanzó
hacia él con todo el fuego de su ira y el apuesto príncipe perdió su combatividad.
"De la misma manera que un hombre que ve una serpiente en los repliegues de una montaña
vuelve de un salto sobre sus pasos y se aparta, y sobrecogido de temor retrocede con el rostro
Heno de palidez, así se replegó entre la multitud de los troyanos, exaltados por el temor del
atrida Alejandro, hermoso como un dios."
Héctor, al verle, lo interpeló con estas palabras mortificantes:
—¡Maldito Paris, presumido, libertino, sobornador, ojalá mueras sin descendencia y sin conocer
el lazo conyugal! Si, ojalá fuera así; más te valdría que ser el oprobio y el desprecio de los
demás. En verdad, sonríen los aqueos de cabezas melenudas, evos que te creían un paladín
incomparable, puesto que poseías una bella presencia. Pero ni vigor ni valentía hay en tu
corazón."
Estas palabras insultantes reanimaron el valor de Paris, quien provocó a Menelao a un
duelo singular en que se pondría en juego a Helena como trofeo; después, los griegos
volverían a su país. Griegos y troyanos dejaron las armas y se dispusieron a contemplar el
combate como pacíficos espectadores. Sin embargo, Paris no tuvo necesidad de poner
excesivo valor en la lucha. Cuando pareció que la suerte le volvía la espalda, su protectora
Afrodita intervino para salvarle: envolviéndole en una densa nube, le llevó al "cuarto
perfumado" del palacio de Troya. Él intentó entonces hacerse pasar por héroe a los ojos de su
esposa, golpeando con energía aquellas armas con las que no había obtenido ninguna victoria.
Sin embargo, ella no se dejó alucinar y se lamentó ante su cuñado, el intrépido Héctor:
"Ahora los dioses nos han enviado esta desgracia, ¡que yo no tenga siquiera un esposo más
valiente, sensible a los reproches y afrentas de los hombres!" 1
Después del duelo entre Paris y Menelao, los griegos juzgaron que su campeón había
triunfado, pero los troyanos no estaban de acuerdo. Y se determinó un nuevo desafío: el duelo
se celebraría esta vez entre Héctor y Áyax, el más valiente guerrero entre los griegos, después
de Aquiles. "Como furiosos leones", Áyax y Héctor se arrojaron uno contra otro, y de ambas
partes llovieron golpes de espada hasta que la oscuridad puso fin a la lucha.
Al día siguiente, montado sobre su carro y al frente de sus hombres, Héctor atacaba a
los griegos. Al poco tiempo se entabló una lucha cuerpo a cuerpo, llena de proezas, junto a las
naves. Algunos héroes aqueos fueron heridos. Los griegos tenían su última esperanza
depositada en Aquiles. Patroclo se dirigió apresurado hacia su compañero de armas y le contó
hasta qué grado de desesperación habían llegado los suyos, encareciendo a Aquiles que les
ayudara. Sólo con que los troyanos le vieran en el combate perderían todo su valor. Pero
Aquiles permaneció inquebrantable. No obstante, si su armadura era capaz de espantar a los
troyanos, podía ponérsela Patroclo y conducir a los guerreros de Aquiles al combate.
Dicho y hecho. En viendo la armadura de Aquiles, todos pensaron, amigos y enemigos,
que el propio Aquiles volvía a tomar parte en la lucha y los griegos se envalentonaron. Al
contrario, los troyanos se llenaron de temor y sólo tuvieron un pensamiento: buscar su
1¡Qué abismo separa a Paris y Helena de los dos esposos modelo, Héctor y Andrómaca! No se encuentra en la
literatura universal una imagen más lograda del amor conyugal. Héctor es, sin duda, la figura más atractiva de
toda la Ilíada. Homero el gran poeta, nos describe en ella con especial simpatía el retrato de Héctor, hijo, padre y
esposo.
salvación en la huida. Los griegos se lanzaron en su persecución. El carro de Patroclo corría
en vanguardia de las líneas griegas y muchos troyanos perecieron bajo sus golpes. Pero a las
puertas de la ciudad, Héctor detuvo su carro, dio media vuelta y se volvió contra Patroclo. Al
final, Héctor traspasó con su lanza al enemigo y llevó la armadura de Aquiles como trofeo a
Troya. ,
Cuando Aquiles supo que había perdido a su mejor amigo y su armadura, se encolerizó.
Arrasado en lágrimas, arrojóse al suelo y prometió no dar sepultura a su amigo difunto hasta
conseguir la cabeza de Héctor como trofeo. Las lamentaciones de Aquiles llegaron a la
resplandeciente gruta donde vivía, en el fondo del océano, Tetis, la madre del héroe. Tetis,
cariñosa, vino a la superficie y trató de consolar a su hijo, prometiéndole que Hefaistos, dios
del fuego, forjaría, a petición suya, una nueva armadura. A la mañana siguiente, Aquiles pudo
ponerse la armadura nueva, más bella que la anterior, v con voz de trueno reunió a los griegos.
En medio de las aclamaciones de todos, se reconcilió con Agamenón y se precipitaron al
combate. La lucha fue tan feroz que los mismos dioses, que hasta entonces sólo habían
ayudado a sus protegidos en los momentos críticos, llegaron ahora a las manos.
Aquiles no tenía más que un pensamiento: vengar a su amigo. Y sembró el terror y el
luto entre los troyanos.
El hijo de Peleo, por su parte, se lanzó contra él como león que deseara aplastar a una
multitud de hombres, a un país entero. La fiera, primeramente, se adelanta desdeñosa, pero
cuando un vigoroso cazador, ágil en el combate, la ha herido con su lanza, el león se agazapa
abriendo sus mandíbulas, arroja espuma por la boca, esconde apretada su indómita fiereza en
el fondo del corazón, azota con la cola sus caderas y sus flancos, se excita a sí mismo al
ataque y, por fin, con mirada ardiente de amarillos reflejos, decidido a matar a uno de los
cazadores o a encontrar la muerte en primera fila, así el ardor y la bravura impulsan al heroico
Aquiles a salir al encuentro del magnánimo Eneas.
La derrota obligó a los troyanos a encerrarse en su ciudad; sólo Héctor permaneció
fuera de los muros. El anciano Príamo miraba con espanto a Aquiles, que protegido con su
armadura resplandeciente se acercaba a su hijo. Cuando el héroe griego se encontró cerca de
su enemigo, el gran Héctor tuvo miedo y emprendió la huida. Aquiles le persiguió tres veces
alrededor de los muros de la ciudad. Al fin, Héctor se detuvo y le hizo frente. El duelo
comenzó. Los dos héroes se arrojaron primeramente sus venablos, pero sin alcanzarse. Con el
valor de un desesperado, Héctor sacó su espada y se precipitó furiosamente sobre su enemigo;
pero Aquiles lanzó un segundo venablo, esta vez con tanta fuerza, que Héctor fue traspasado
de parte a parte.
Aquiles tomó la armadura del cadáver y vengó a su amigo difunto arrastrando con su
carro el cuerpo del troyano. Llevó así el cuerpo hasta su tienda y le abandonó sin sepultura a
los perros y aves de rapiña. Por el contrario, se organizaron solemnes exequias en memoria de
Patroclo.
"Mugían numerosos toros blancos, abatidos por el cuchillo; balaban muchos carneros y cabras, y
muchos cerdos de dientes blancos, lustrosos de gordura, chillaban extendidos en las llamas de
Hefaistos. Por doquier, alrededor del cadáver, corría la sangre como copa desbordada."
Después se preparó una colosal hoguera, en la que se incineró al muerto junto con sus
caballos y perros preferidos. Y se erigió un túmulo sobre sus cenizas. Al fin, los dioses
tuvieron piedad de Héctor y de su familia. El mismo Zeus llamó a Tetis y rogó a la diosa que
persuadiera a su hijo para que devolviese el cuerpo de Héctor al desconsolado padre. Cuando
Príamo penetró en la tienda de Aquiles, el héroe se dejó ablandar por las súplicas del anciano.
Más aún, prorrumpió en sollozos y declaró que devolvería el cuerpo de Héctor sin cobrar el
crecido rescate que el rey llevaba consigo.
Troya se llenó de lamentaciones cuando los despojos del héroe penetraron en la ciudad,
y se le incineró en medio de solemnísima pompa.
Aquiles arrastrando el cadáver de Héctor. Bajorrelieve de un sarcófago del siglo II.
Así termina la Ilíada. Pero se conservan otros poemas y relatos griegos y romanos que
cuentan cómo Aquiles fue mortalmente herido por una flecha disparada por el cobarde Paris.
La flecha alcanzó el talón de Aquiles, el único lugar vulnerable de su cuerpo. Cuando niño, su
madre le había sumergido en las aguas de la Estigia, laguna del infierno, haciéndole así
invulnerable a todas las armas. Sólo el talón, por donde le sostenía su madre, no tocó el agua
de la laguna y permaneció vulnerable. Para colmo de desgracias, la flecha estaba envenenada
y Aquiles murió de la herida. Como éste, Paris fue también alcanzado por una flecha
emponzoñada, y así acabó el hombre que había desencadenado la conflagración.
Como la guerra duraba ya diez años sin conseguir la rendición de Troya por las armas,
el astuto Ulises ideó una estratagema: se construiría un caballo gigantesco, en donde se
encerrarían él y algunos hombres esforzados, mientras el resto de los griegos simularían abandonar
el asedio y levar anclas rumbo a su país, aunque en realidad se ocultarían en la isla de
Ténedos, no lejos de Troya.
Alegres por el final de la guerra, los troyanos salieron de la ciudad y contemplaron el
colosal caballo. "¡Llevémosle a la ciudad—dijo uno—y hagamos de él un monumento a la
memoria de nuestros valientes defensores y en recuerdo de la retirada de los griegos!" El
sacerdote Laocoonte, por el contrario, presentía un engaño y aconsejó quemar el caballo.
"¿Quién sabe —exclamaba— lo que el monstruo oculta en su vientre? ¡Dejadme examinarlo!"
Dichas estas palabras, clavó una jabalina en el vientre del caballo y, como un eco, se oyó un
débil ruido de armas que chocaban entre sí. Pero en aquel instante, la atención del pueblo se
orientó hacia otro suceso: entre un clamor de voces podía oírse a alguien que gritaba: "¡Un
griego! ¡Hemos hecho prisionero a un griego!"
Era precisamente lo que esperaba Ulises. Este griego astuto había concertado con Sinón,
otro griego redomado, un plan: Sinón debía merodear por los alrededores, dejarse capturar y,
aparentando terror, suplicar a los troyanos que le perdonaran la vida. "Mis compatriotas
querían sacrificarme —dijo—, para conseguir de los dioses vientos favorables, pero logré
escaparme y he estado escondido allá abajo, entre las cañas, hasta que se han embarcado."
"¿Y qué pretendían con este gigantesco caballo?", preguntó Príamo. "Los griegos lo
construyeron como ofrenda a Palas Atenea. Y para que os sea imposible meterlo en la ciudad
y atraeros, de esa forma, los favores de la diosa, lo han fabricado tan grande que no pueda
franquear la puerta. Pero si dañáis de un modo u otro este presente a la diosa, experimentaréis
su tremendo furor y vuestra caída será cierta e inevitable."
Mientras hablaba, del lugar en que Laocoonte y sus hijos se ocupaban de los
preparativos para el sacrificio, llegó un grito de terror que les heló la sangre. Los que
corrieron en socorro del sacerdote fueron testigos de una escena horrible: dos enormes
serpientes estaban enroscadas al cuerpo de sus hijos y les habían ocasionado ya mordeduras
venenosas. En vano el padre intentó salvarlos; también él fue aprisionado y mordido por los
monstruos. Antes de que se les pudiera ayudar, los tres se desplomaron con un estertor final.
Las serpientes soltaron rápidas sus presas, se deslizaron hacia el mar y desaparecieron en las
profundidades.
Sinón exclamó: "Mirad, ahí tenéis el castigo por haber herido al caballo. Laocoonte lo
había perforado con su lanza". Desde ese momento, todos los troyanos creyeron las palabras
del hipócrita griegos y sintieron un mismo deseo: atraerse la protección de Palas Atenea. A
toda costa, el caballo debía ser introducido en la ciudad, pero como la puerta era demasiado
pequeña, se derribó el arco y una parte del recinto amurallado. El caballo fue colocado sobre
ruedas y, uniendo sus fuerzas, los troyanos lograron deslizarlo hasta el interior y colocarlo en
la plaza de la ciudad. Se celebró una gran fiesta, con banquetes y libaciones; al llegar la
noche, todos los hombres estaban ebrios e incapacitados para pensar y actuar. Era el momento
esperado por el enemigo. El hipócrita Sinón se dirigió a la ribera y encendió una antorcha,
señal convenida por los griegos de Ténedos para anunciar que todo iba bien; después de
dirigió hacia donde los troyanos habían instalado el caballo y golpeó tres veces con un bastón
el vientre del coloso. Era otra señal convenida. Ulises descorrió el cerrojo de madera y salió
seguido de sus hombres. Los troyanos, entorpecidos, no pudieron defenderse; los griegos
prendieron fuego a las casas y pronto no quedó de la opulenta Troya más que un montón de
escombros. Sólo muy pocos lograron huir con Eneas, que pudo escapar gracias a la protección
de su madre, Afrodita. Llevando en hombros a su anciano padre y asiendo de la mano a su
hijo, consiguió alcanzar la costa y abandonó su patria. Entre los troyanos llevados por los
griegos como botín de guerra se hallaba Helena, que fue conducida a Esparta. Sonrojada de
vergüenza y mirando al suelo, volvía a estar en medio de sus compatriotas. Pero los griegos
enmudecieron de admiración ante su belleza, pensando todos, sin excepción, que, de haberse
encontrado en lugar de Menelao, hubieran obrado de igual modo: perdonárselo todo.
LA ÉPOCA DE HOMERO
HOMERO
Micenas, Pilos y Cnosos ya no existían. Aquella época gloriosa había pasado a la
historia.
Entre las invasiones dóricas del siglo XII y Homero (¿principios del siglo VIII?) se
incubó en silencio la Grecia clásica. En silencio, porque el idioma de las tablillas de arcilla se
extinguió y su escritura fue olvidada y abandonada como inútil en un ambiente que no conocía
los grandes imperios.
Poquísimo sería, pues, lo que supiéramos de esos tiempos oscuros, de no haber sido por
Homero, el más antiguo de los escritores griegos, y gracias a una buena cantidad de vasos y
ánforas funerarias. Ni restos arquitectónicos nos quedan de entonces.
Según la tradición, Homero, el poeta ciego, escribió la Ilíada y la Odisea; con certeza, lo
único que sabemos del gran poeta es su nombre. Algunos investigadores incluso negaron su
existencia, pero hoy ya no se pone en tela de juicio.
Durante casi 150 años se ha mantenido una acalorada discusión sobre la llamada
"cuestión homérica": ¿constituyen los poemas homéricos la obra de un solo vate o eran trovas
de distintos autores? En la actualidad, está casi generalmente admitido que los poemas homéricos
tienen su origen en antiguas leyendas y cantares que formaban parte de la tradición
oral popular. Muchos investigadores descubrieron, tanto en la Ilíada como en la Odisea ciertos
pasajes contradictorios, lo que les hizo creer que los poemas correspondían a obras de varios
autores. Sin embargo, los investigadores modernos se inclinan cada vez más hacia esta
opinión: en la primera mitad del siglo VIII antes de Cristo existió un poeta que compaginó y
dio nueva vida a las viejas leyendas sobre la caída de Troya. La obra imperecedera que
nosotros conocemos con el nombre de Ilíada debió ser escrita por él. Se cree que la Odisea
constituye una especie de continuación de la Ilíada; pero, sin duda, de un autor algo más
reciente, que, inspirado por el deseo de aventuras propio de su tiempo —época en que los
griegos habían llegado a ser un pueblo de marinos y comenzaban a rivalizar con los fenicios
—, escribió una novela de navegación. Los poemas homéricos se cuentan, sin discusión, entre
lo que la literatura mundial ha producido de más grande y bello, y representan la primera
muestra de la inquietud creadora de los griegos. El espíritu griego se eleva aquí muy por
encima de cuanto los pueblos civilizados de Oriente aportaron a la literatura épica. Estos
antiguos cantos de hace casi tres milenios son tan profundamente humanos, que es
comprensible hayan conmovido a los hombres de todos los tiempos. Entre las escenas del
combate hay muchas imágenes que atestiguan la viva empatía del poeta con la naturaleza.
Compara la multitud con un campo de trigo ondulado por el viento; el rey avanza en medio de
sus guerreros como un macho cabrío por entre las cabras; en los hombres que se arrojan al
combate con griterío salvaje ve un vuelo ruidoso de cigüeñas y cisnes. De continuo, el poeta
adorna el gran cuadro al fresco de los héroes griegos y troyanos con la pincelada de
sorprendentes comparaciones.
La Ilíada y la Odisea son creaciones de una época primitiva, de instintos primarios, de
pasiones desencadenadas. Los héroes lloran con la misma facilidad con que ríen. La ira y el
disgusto les hacen derramar lágrimas; pero también lloran de alegría y felicidad. Describe con
realismo la crueldad de los combates; ni el poeta ni sus oyentes retroceden ante los detalles
más descarnados. La cabeza del héroe vencido vuela como una pelota en medio de la pelea; el
vencedor traspasa a su enemigo y le levanta en la punta de su lanza como el pescador que
arroja a la ribera el pez que atrapó con su caña.
La Ilíada no describe el relato completo de la guerra de Troya, sino que sólo canta un
episodio. Pero el poeta supo escogerlo, y en él se concentra el drama entero. Gracias a ello, la
epopeya río quedó reducida a una simple crónica en verso.
No tememos exagerar la influencia de los poemas de Homero en el carácter del pueblo
griego. Hay que reconocer que la Ilíada y la Odisea fueron las lecturas preferidas de la
juventud y ayudaron siempre a las nuevas generaciones a llegar a ser en verdad helénicas, ya
que la libertad, la belleza, la nobleza y la elocuencia son los valores más ensalzados en ellas.
La diferencia entre los espíritus griego y romano se desprende de su respectivo método de
educación: la juventud griega se nutría de Homero; la romana, de la Ley de las Doce Tablas.
"De esta forma —dice un autor—, los griegos han conquistado el corazón de los hombres,
mientras que los romanos no pudieron conquistar más que el mundo." Durante muchos siglos,
ningún poema fue tan profusamente difundido y estimado como los de Homero. Prueba de
ello son los papiros de la época helenística hallados en Egipto. No obstante, donde mayor
influjo ejercieron los poemas homéricos fue, desde luego, en la religión y en las artes de los
LA VIDA REAL
Pobreza ambiente
Gracias a que Homero se basa en viejas romanzas que los aedos iban cantando de
pueblo en pueblo como los juglares de la Edad Media europea, nos es posible no sólo conocer
algo de la época de Romero mismo, sino también penetrar en la para nosotros densa oscuridad
histórica que le precedió.
Los poemas de Homero nos hablan del ambiente pobre en que él vivía, por más que él
quiera darnos una visión fiel del esplendor pasado. Este propósito está siempre presente en su
obra; por eso las imágenes de su época son poco frecuentes; no obstante, describe a menudo
la Edad del Bronce con rasgos grotescos, lo que nos indica lo alejado que estaba de ella en
realidad.
La pobreza de la época homérica aparece en numerosos pasajes de la Odisea. Ante la
puerta del palacio de Ulises, un viejo perro está echado sobre un montón de estiércol; el gañán
del rebaño de cabras las conduce y mete en el palacio real, de muros de madera y suelo de
tierra apisonada. La reina, fiel a su deber, está sentada a su telar y la princesa en persona va a
lavar la ropa al río. Otros detalles nos muestran a los "señores divinos" como ávidos
campesinos. Alcinoo, rey de los feacios, obliga a los "nobles y a los ancianos del país" a
ofrecer presentes al extranjero: “una capa recién tejida y un talento de oro". Y pese a sus
deseos de regresar a su casa, ha de pasar algún tiempo antes de que Ulises reciba estos
presentes. "Itaca me recibirá con más honor —se decía— si vuelvo cargado de riquezas que si
voy con las manos vacías." Cuando pisa el suelo de Itaca, su primer cuidado es buscar lugar
seguro donde esconder los regalos.
Las tumbas descubiertas por los arqueólogos son sencillas y rústicas, como los poemas
de Hesíodo.
En Hesíodo, el "poeta campesino" de Beocia, hallamos un pasaje singular. Para él, la
historia del mundo comenzó con una época dorada en que reinaba Cronos, padre de los
dioses, cuando el oro relucía por doquier. Siguieron la Edad de la Plata y la Edad del Bronce,
"los tiempos heroicos". Ahora —dice— no existe la gloria de antaño; vivimos en una Edad
del Hierro triste y prosaica, en que la vida es difícil. Así es como este poeta melancólico,
cantor de la vida cotidiana, se evade mentalmente hacia un paraíso perdido; en exceso pesimista,
considera la historia de la humanidad como un caminar sin esperanza hacia un
porvenir cada vez peor. El poeta y sus coetáneos gustaban del recuerdo de los tiempos
gloriosos en que el bronce no había sido aún sustituido por el hierro.
Hesíodo de Ascra
Repúblicas más que monarquías
Homero no consigue presentarnos una descripción convincente de los reyes micénicos.
La realeza tenía que ser para él un concepto oscuro, pues en varias polis —Atenas, entre ellas
— habíanse formado Estados republicanos, con funcionarios elegidos y mandatos limitados
en el tiempo, aunque estrechamente ligado a la aristocracia, el "gobierno de los mejores". Era
el desarrollo lógico de la organización política de la época micénica, al final de la cual el
poder se lo repartían entre sí los miembros de la familia real; y era de esperar que tal
desarrollo se produjera más progresiva y naturalmente en los territorios jónicos. Homero era
jonio, y durante mucho tiempo sus paisanos desempeñaron un papel importante no sólo en
poesía, sino también en esta evolución y otros muchos aspectos.
En los reinos dorios no se produjo la misma evolución política, en parte porque desde
siempre había sido republicano y en parte porque la tradición frenaba el nacimiento de un
nuevo Estado; por eso, la cultura dórica manifiesta en conjunto un carácter conservador. De
ello no debe inferirse que la cultura del Peloponeso fuera a la zaga del resto de Grecia, sino
que existía una honda diferencia entre la mentalidad de los griegos del este y los del oeste. El
oeste era más prudente y menos abierto a las novedades, razonaba con más rigor y disciplina,
sabía guardar la mesura en todo y era consciente de cada etapa; el este, por el contrario, se
comportaba con una impaciencia y un entusiasmo que nos recuerdan la Creta minoica.
Precisamente la oposición interna en el seno de la cultura griega es la savia de lo que ella fue
y ha llegado a ser para nosotros.
IMAGINACIÓN SOBRESALIENTE
En un ambiente social tan rústico y tranquilo como el de las Estaciones y los días, de
Hesíodo, ¿qué derroche de ingenio artístico cabría esperar, sino el que sude suscitar la
añoranza de tiempos mejores, cuya lejanía los vuelve maravillosos, maravillosos de contar y
de pintar?
En la Odisea vemos cómo resurgió en algunos griegos el interés por la navegación y los
países distantes, propio de sus antepasado del heládico reciente.
Las aventuras de Ulises
Cuando los griegos, tras la caída de Troya zarparon rumbo a sus patrias, Ulises era feliz.
Sentía nostalgia de su mansión asentada en la rocosa isla de Itaca, de su esposa Penélope y de
su hijo Telémaco, que tenía unos diez años cuando lo dejó. Tardaría en volverlos a ver.
Durante diez años, vientos contrarios lo lanzaron de un lado para otro. En Itaca ya
consideraban viuda a la fiel Penélope y muchos pretendientes aspiraban a su mano. Un
numeroso grupo se estableció en el palacio de Ulises y llevaron allí una vida de disipación a
costas del ausente. Cada año se volvían más apremiantes. Sin embargo, Penélope tenía
siempre la esperanza que su marido volvería, y para dar largas al asunto, tejía un magnífico
tapiz, afirmando que no se casaría con nadie antes de terminarlo. Y mientras languidecía
esperando a su marido, éste vagaba por el mar y vivía maravillosas aventuras en países
extranjeros, narradas en la Odisea.
El poema empieza con una invocación:
"Cuéntame, ¡oh, musa!, quién fue este hombre lleno de astucia que vagó tanto tiempo después
de haber derruido la ciudadela santa de Troya. Visitó ciudades innumerables, se informó de sus
costumbres, padeció en la mar, en el fondo de su corazón, innumerables tormentos, mientras se
esforzaba en salvar su vida y el retorno de sus compañeros."
Primeramente, Ulises y sus compañeros alcanzaron el País de los Gigantes.
El gigante Polifemo
Ulises desembarcó con doce hombres escogidos para saber dónde se encontraban.
Llevaban provisiones y un odre lleno "de un vino tinto de sabor delicioso, una bebida divina".
Junto a la costa había una cueva habitada por el gigante Polifemo. Los gigantes o cíclopes
eran hijos del Cielo y de la Tierra, que tenían un solo ojo en mitad de la frente. En aquel
momento, el gigante había llevado a apacentar los rebaños de carneros y cabras, y los griegos
determinaron esperar a que volviera a su caverna.
"Traía una carga enorme de leña seca para preparar la cena. La arrojó al interior de la cueva con
tal estrépito, que el miedo nos empujó hasta el fondo. Metió en seguida, en la espaciosa cueva, a
todas las pingües ovejas que ordeñaba de ordinario, mientras dejaba los machos a la puerta, en el
recinto espacioso reservado a los carneros y machos cabríos. Después levantó a pulso un colosal
bloque de piedra que le .servía de puerta. Tan grande era el peñasco con que cerró la puerta, que
el tiro de veintidós poderosos carros de cuatro ruedas no habría Podido arrancarlo del suelo.
Sentóse después para ordeñar el rebaño de ovejas y cabras que balaban como de costumbre;
luego dejó mamar de cada madre a los tiernos recentales. Seguidamente, cuajó la mitad de la
blanca leche, la recogió y la colocó en cestas de mimbre; echó la otra mitad en vasos, para
poderla beber cuando tuviera sed y consumirla a la hora de cenar."
Cuando el gigante hubo terminado las actividades de la jornada, se sentó y encendió
fuego. Al resplandor de las llamas descubrió a los huéspedes intrusos. Con voz de trueno les
preguntó qué clase de gente eran. Los griegos se hallaban amedrentados e incapaces de
pronunciar palabra alguna, pero Ulises recobró su ánimo y contestó que eran griegos,
arrojados a la costa por la tempestad, y esperaban que él recibiera amistosamente a los
extranjeros y les diera hospitalidad, como place a los dioses. El gigante respondió:
"¡O eres un simple extranjero, o vienes de muy lejos, pues me exhortas a temer a los dioses y a
preocuparme por ellos! Los cíclopes no se cuidan de Zeus, que lleva la égida, ni de los
bienaventurados dioses. Nosotros somos, en realidad, mucho más poderosos. No, no será por
escapar de la ira de Zeus por lo que te perdonaría a ti y a tus compañeros, si mi voluntad no me
lo ordenara."
Y con una risa despectiva, pero furioso, asió y levantó a dos compañeros de Ulises, uno
en cada mano, y los arrojó contra el suelo como si fueran cachorrillos.
"Se desparramaron los sesos por el suelo y se manchó la tierra. Después, cogiendo los miembros
palpitantes, preparó su cena y se los comió como si fuera un león salvaje. No dejó nada,
devorando las entrañas, la carne y hasta el tuétano de los huesos. Nosotros, a la esta de estas
horribles escenas, llenos de lágrimas, elevamos nuestras manos a Zeus, pues nuestra alma estaba
embargada por la desesperación. Cuando el gigante hubo llenado su enorme estómago,
devorando carne humana y bebido leche pura al final, se acostó en medio de la cueva, tendido
entre sus rebaños."
Ulises pensó al principio matar al gigante cuanto antes, pero después desistió, al
percatarse que ni él ni todos juntos podrían apartar el peñasco que cerraba la entrada de la
cueva. Si mataba a Polifemo, quedarían encerrados para siempre en la caverna. A la mañana
siguiente, el gigante requirió sus animales y se desayunó comiendo dos hombres otra vez.
Después movió el peñasco de la entrada de la gruta, sacó el rebaño y volvió a poner la
gigantesca piedra en su lugar. Polifemo había dejado su garrote en la cueva; era tan grande
como un mástil de navío. Ulises afiló una de sus extremidades, acercó la punta al calor del
fuego y después lo ocultó con cuidado. Pensaba servirse de él para cegar a Polifemo mientras
durmiera.
Al atardecer, el gigante volvió con su rebaño y, terminadas las faenas de la jornada,
repitió la horrible escena de la víspera. Cuando hubo engullido a sus víctimas, Ulises se
acercó a él ofreciéndole una copa del vino generoso que traía consigo y le rogó beberlo. El
gigante vació la copa de un trago, se mostró satisfecho y pidió más. Ulises no se hizo esperar,
llenó de nuevo la copa. Cuando por tercera vez ofreció el licor al cíclope, observó que el vino
comenzaba a producir su efecto. El gigante quedó tan ebrio, que se desplomó profundamente
dormido.
Había llegado el momento esperado. Ulises y sus compañeros sacaron el garrote del
escondrijo, encendieron la punta al fuego y, uniendo los esfuerzos de todos, la clavaron en el
ojo del monstruo. Polifemo lanzó un grito terrible. A tientas, se dirigió a la puerta de la cueva,
corrió la roca y se sentó ante la abertura con los brazos extendidos para capturar al que
intentara salir.
Los carneros y las cabras dieron señales de inquietud. Cuando los animales llegaban a la
entrada, el gigante les pasaba las manos por el lomo para asegurarse de que ningún hombre
intentaba escapar de la cueva. Ulises lo observó e ideó una estratagema. Había en el rebaño
algunos carneros de gran porte, capaces de soportar el peso de un hombre. Los separó del
resto y, con ramas flexibles encontradas en el camastro del cíclope, ató a cada uno de sus
hombres bajo el vientre de un animal. Para evitar que el gigante examinara con demasiada
meticulosidad a los carneros, juntó otros dos a cada lado; la espesa lana de los animales
recubría las ligaduras y el gigante no las podría palpar. Una vez que Ulises hubo atado con
fuerza a sus siete últimos compañeros de infortunio, empujó hacia la puerta a los carneros y
sus fardos; todos pasaron sin tropiezo. Ulises escogió para sí el mayor de los carneros, y se
agarró a sus lanudos flancos. De esta manera, salieron todos sanos y salvos de la cueva. Ulises
desató a sus compañeros y después, conduciendo a los animales, volvieron a la nave, donde
sus angustiados compañeros de viaje los acogieron con gritos de alegría. Levaron anclas y,
cuando el barco estuvo a una distancia respetable de la costa, Ulises no pudo contenerse más.
"¡Polifemo! —exclamó—. El castigo de tus crímenes caerá ciertamente sobre ti, ya que eres
tan cruel que no dudas en devorar a tus huéspedes en el interior de tu morada. ¡Por eso Zeus y
los dioses acaban de castigarte!"
El cíclope oyó estas palabras y reconoció la voz de Ulises. Lleno de furor, cogió un
enorme pedrusco y lo lanzó hacia el lugar de donde venían las voces. Por suerte, no acertó a
dar al navío, pero la piedra cayó muy cerca y levantó una ola tan gigantesca, que lo empujó de
nuevo hacia la costa. Los remeros tuvieron que emplear todas sus fuerzas para evitar que el
barco encallara en la playa. Cuando se creyeron bastante más alejados de la costa que la otra
vez, Ulises, movido de nuevo por un deseo imprudente, insultó al gigante:
"¡Cíclope, si algún mortal te pregunta alguna vez quién te privó del ojo, dile que fue
Ulises, el conquistador de ciudades, quien te dejó ciego: Ulises, hijo de Laertes, que reside en
Itaca!"
Entonces, Polifemo invocó a su padre Poseidón, dios del mar, y le rogó que vengara su
honor, impidiera a Ulises llegar a Itaca o al menos que le causara muchos contratiempos en el
mar. Ulises experimentaría muy pronto cómo Poseidón atendió la petición de su hijo.
Ulises en los infiernos
Durante su estancia en la isla de la encantadora Circe, comprendió Ulises que no podría
volver a su patria sin pasar por el infierno y preguntar al divino Tiresias cómo podría escapar
a los peligros con que le amenazaba Poseidón. Ulises y sus hombres zarparon y un viento
favorable los impulsó hacia el noroeste, a los infiernos.
A medida que los griegos se acercaban al sombrío fin de su viaje, los días se volvían
más cortos, hasta que el Sol no se vio en el horizonte y todo quedó sumido en la oscuridad.
Llegaron a una costa tenebrosa, echaron el ancla y desembarcaron. El río Océano salía de los
infiernos; lo recorrieron hasta un sombrío bosque. Se oía a lo lejos el ruido de una cascada.
Ulises avanzó sin miedo por este paraje que estremecía; sus compañeros iban tras él con el
corazón angustiado. El fragor de la catarata se acercaba; por fin llegaron al lugar en que la
masa de agua se precipitaba en un abismo sin fondo. Allí Ulises sacrificó una cabra y un
carnero, negros como el carbón, y entonces las sombras de los muertos surgieron de los
infiernos, atraídas por la sangre del sacrificio. Entre ellos, el ciego Tiresias. Cuando hubo
bebido la sangre de las víctimas, le fue posible hablar con Ulises, quien le preguntó cómo
podría evitar los peligros que todavía le amenazaban. Tiresias respondió:
"A despecho de las calamidades que os hagan sufrir, todavía es posible que llegues a Itaca si
consigues dominar tu corazón y el de tu gente; cuando, después de haber escapado a la mar
violácea, ancles tu bien construida embarcación en la isla Trinacria, encontrarás paciendo los
bueyes y los gordos carneros del Sol, el dios que todo lo ve y lo oye. Si respetas a esos rebaños y
no piensas más que en tu regreso, podrás entonces, a pesar de los obstáculos que habrás de
vencer, llegar a Itaca. Pero si los molestas, te anuncio la pérdida de tu navío y de tus
compañeros. Y si tú consigues escapar, llegarás muy tarde en una nave extranjera, sufriendo
muchos rodeos y perdiendo toda tu gente. Encontrarás la ruina en el seno de tu mansión."
Entre las sombras, Ulises reconoció también a su madre; cuando hubo bebido la sangre
del sacrificio, también le habló, refiriéndole que el deseo de volver a ver a su hijo la había
llevado a la tumba y que Penélope y Telémaco esperaban llorando el regreso de Ulises. Este
reconoció también a varios de sus compañeros de armas caídos ante Troya, sobre todo a
Aquiles y a Áyax. Fue también testigo de los suplicios impuestos a los condenados. Allí
estaba Tántalo, el rey de riquezas inconmensurables en otro tiempo; ahora purgaba su orgullo
con hambre y sed eternas, sumergido en el agua hasta el cuello y bajo un árbol del que
pendían los frutos más exquisitos. Ante estos sufrimientos, Ulises se espantó tanto, que volvió
a la nave corriendo y ordenó levar anclas en el acto. Un viento favorable llevó a los griegos
hacia el este. Hicieron nueva escala en la isla de Circe donde fueron recibidos cordialmente.
Circe puso a Ulises en guardia contra las sirenas, quienes con sus tiernos cantos atraían de
modo irresistible a los marineros hacia su voluptuosa ribera; allí se apoderaban alevosas de
ellos y los mataban. Pero, sobre todo, le recomendó mucho no olvidar la advertencia de
Tiresias en cuanto a los rebaños del dios Sol.
Las sirenas
Cuando los griegos se acercaban a la isla de las sirenas, Ulises repitió a sus compañeros
lo que Circe le había contado de estos seres peligrosos y qué medios le había aconsejado para
librarse de sus encantos. Sólo Ulises escucharía el canto de las sirenas, pero pidió a sus
marineros que le ataran al mástil con las sogas más fuertes que tuviesen. Y aunque les
ordenase o rogase que le libraran de las ligaduras, lejos de hacerle caso, debían amarrarle
todavía más. Antes de dejarse atar, tapó con cera los oídos a toda la tripulación.
Cuando Ulises oyó la arrebatadora canción, perdió el dominio de sí, y con signos y
gestos suplicaba a sus compañeros que le desataran; pero en vez de obedecerle, le amarraban
al mástil con más fuerza. Esperaron a que la isla de las sirenas hubiese desaparecido del
horizonte para liberar a Ulises y quitarse ellos la cera de los oídos.
Ulises, atado al mastil de su navío, escucha a las sirenas; detalle de un ánfora griega. British Museum.
Los bueyes del dios Sol
Una vez pasado el peligroso estrecho de Sicilia (sic), divisaron a estribor una costa
verde y soleada, donde una extensa bahía ofrecía al barco excelente refugio nocturno. Ulises
reconoció la isla de Trinacria por la descripción que de ella le hicieron. Hubiera preferido
seguir su ruta, pero sus hombres, que querían desembarcar a toda costa, insistieron y lograron
persuadir a Ulises. Antes les hizo prestar solemne juramento que no matarían buey alguno que
encontraran en la isla, "pues—les dijo—pertenecen al dios Sol y su venganza sería terrible si
sucediera alguna desgracia a su ganado".
Pero desencadenóse una terrible tempestad que duró un mes. Faltaron los víveres y los
hombres empezaron a sentir hambre. Un día, en ausencia de Ulises, Euríloco reunió a los
demás marineros y les mostró los cebados y hermosos bueyes que pacían en la ribera. A su
parecer, valía más hartarse de una vez y exponerse a la cólera del dios Sol, que morir
lentamente de hambre. Todos fueron del mismo parecer y se apoderaron de dos bueyes
escogidos entre los más hermosos. Se disponían a asar la carne cuando llegó Ulises y les
reprendió con rigor por su desobediencia. Pero era un hecho consumado y dejó que las cosas
siguieran su curso.
Una semana más tarde, la tempestad amainó y los griegos pudieron abandonar la isla.
Mas al llegar a alta mar, una nube negro azulada ocultó el horizonte y se fue acercando, cada
vez más grande y sombría. Al fin, inmensa y de mal agüero, se detuvo sobre la embarcación y
en seguida se levantó una tempestad espantosa; el mástil se quebró, aplastando al timonel. En
el mismo instante se oyó un estampido y un rayo cayó en el navío. Llenos de espanto, los
hombres de Ulises se arrojaron por la borda y fueron engullidos por las encrespadas olas. El
barco resistió algo más a los desencadenados elementos, pero era batido con tal furia, que
acabó destrozado. Ulises consiguió unir el mástil y la quilla y pudo mantenerse a flote gracias
a esta improvisada balsa.
La isla de Calipso
Durante nueve días con sus noches, el náufrago fue zarandeado por las olas; Ulises
agotó hasta el último resto de sus fuerzas para sostenerse en la quilla de su desgraciado navío;
al fin, la marea lo arrojó a la playa de una isla. Allí, en las verdes riberas, crecían magníficas y
perfumadas flores, y en medio de un maravilloso bosque lleno de melodiosos trinos, un
serpenteante sendero conducía a la caverna donde moraba la bella ninfa Calipso. Cuando ésta
advirtió al extranjero, le dio su bienvenida, lo atendió amable y le rogó que se quedase junto a
ella para alegrar su soledad. Sin embarcación ni útiles para construir otra, Ulises no podía
abandonar la isla; no tenía, pues, elección y debía aceptar el ruego de la hermosa ninfa. Mas
en su ánimo el deseo de volver a su patria era cada vez mayor.
De esta manera transcurrieron siete años. Un buen día, cuando se encontraba llorando
junto al mar, como sucedía muy a menudo, sintió que una mano se posaba sobre su hombro y
oyó una suave voz detrás de él. Era Calipso, que le sorprendía por primera vez en su dolor.
Viendo cuánto ansiaba volver a su patria, le prometió su ayuda para regresar a Itaca. Le dio un
hacha y otras herramientas para construir una balsa con la que pudiera atravesar el mar.
Cuando el esquife estuvo listo y provisto de mástil y velas, Calipso entregó a Ulises
provisiones y vestidos tejidos por ella misma, y llena de tristeza se despidió de él, deseándole
un feliz viaje.
Regreso y venganza de Ulises
Ulises se hizo por fin a la mar y regresó a Itaca. La primera persona que vio al
desembarcar fue a una joven y bella pastorcilla, en quien reconoció a su protectora, la diosa
Palas Atenea, quien le ayudó a ocultar en una cueva los tesoros que había traído, cegando la
entrada con una gran piedra. Después le dijo: "Primero, deberás hacerte pasar por extranjero,
y para ello voy a transformarte, a fin que no seas reconocido". Y tocándole con su varita
mágica, su piel se arrugó con rapidez; los cabellos, rubios como el oro, desaparecieron de su
cabeza; sus rozagantes vestidos blancos se transformaron en harapos de mendigo y la espada
se trocó en bastón de caminante.
"Vete a casa de Eumeo, el anciano porquerizo —dijo la diosa—. Él te pondrá al día en
las cosas de tu casa, porque se mantuvo fiel a ti y a tu hijo Telémaco. Pero no descubras a
nadie tu verdadera personalidad." El anciano pastor acogió al pobre extranjero, le ofreció
hospitalidad y diole de comer y beber. El fiel porquerizo refirió a Ulises la vida regocijada
que llevaban en su casa los "huéspedes" de Penélope, que, además de haberse invitado a sí
mismos, aspiraban a la mano de su esposa.
Al día siguiente, Telémaco, hijo de Ulises, visitó al pastor y saludó con afecto al anciano
mendigo. Mas, de repente, Ulises fue transformado por Palas Atenea y recobró su forma
primitiva. Telémaco pasó de súbito de la sorpresa a la alegría al hallarse ante su padre, y
propusieron en seguida la mejor forma de echar a los huéspedes importunos que asediaban a
Penélope con sus peticiones de matrimonio. Telémaco no debía hablar a nadie del regreso de
Ulises ni preocuparse del trato que los "pretendientes" dieran a éste.
Al día siguiente, Ulises se dirigió al palacio real acompañado de su fiel pastor. En el
camino encontraron al cabrero de Ulises, que llevaba a palacio los más hermosos animales del
rebaño para el banquete de los huéspedes. Era un cómplice de los pretendientes e injurió a
Ulises, creyéndole verdadero mendigo. Luego se toparon con el perro de Ulises, echado sobre
un montón de estiércol, a la entrada del palacio. El animal, en otro tiempo ágil y vivaz, estaba
ahora tan débil por lo viejo y abandonado, que no podía moverse; pero cuando vio a Ulises, lo
reconoció en seguida, tendió su cabeza hacia él y moviendo la cola, brincó de alegría. Tamaña
prueba de fidelidad conmovió tanto a Ulises, que se le escaparon las lágrimas. El fiel animal
murió momentos después de reconocer a su dueño.
En la sala principal del palacio se celebraba una alegre y ruidosa fiesta. Al ver tantos
invitados sentados ante las mesas llenas de manjares y bebidas, el dueño de la casa fue
mendigando a cada uno un poco de pan. Antinoo, el más orgulloso de todos, se divirtió con él
escarneciéndole, y al final le arrojó un banco a la cabeza. Ulises se mordió los labios y se
sentó humilde a la puerta. Apareció entonces otro mendigo, llamado Iro, muy popular por su
pereza y su glotonería, a quien se le tenía destinado el lugar junto a la puerta. Cuando vio al
extranjero, se encolerizó y gritó a Ulises que le dejara el sitio libre. La disputa entre ambos
mendigos regocijaba a los comensales, que los excitaban a la lucha y prometían una salchicha
grande al vencedor. Iro, más diestro para la injuria que para luchar, recibió un puñetazo tan
fuerte de Ulises, que cayó al suelo inerte y sangrando. La escena provocó en los espectadores
hilaridad "hasta morirse casi de risa". Las risotadas subieron de punto cuando el viejo levantó
a su joven adversario y lo arrojó de un manotazo al patio. Luego lo colocó ante la puerta y le
dijo: "¡Ya puedes permanecer aquí sentado toda la vida y defender la puerta contra los perros
y puercos! ¡Pero cuidado con mostrarte grosero hacia los extranjeros!"
La actitud de los juerguistas no daba lugar a dudas: el viejo mendigo les inspiraba
respeto. Los esclavos, por el contrario, no le mostraban la menor deferencia y se burlaban a
cada palabra graciosa que les dirigía. La más encarnizada era Melanto, que Penélope había
educado como a una hija.
La hora del ajuste de cuentas se acercaba. Penélope tomó una decisión: considerando
que era un deber suyo respecto a Telémaco, quiso poner fin a todas aquellas francachelas
diarias. Al día siguiente, anunció a los pretendientes que estaba decidida a elegir esposo.
Quien pudiera tensar el colosal arco de Ulises y disparar con la misma habilidad que él, sería
su esposo. La prueba consistía en disparar una flecha y atravesar los anillos de doce segures
colocadas una tras otra. Todos los pretendientes aceptaron la proposición.
Pronto se vio que nadie era capaz de tensar el arco de Ulises, por más esfuerzos que
hiciesen. Por eso se burlaron del audaz y viejo mendigo cuando quiso probar suerte. Pero
Penélope dijo: "No sería razonable despreciar a un huésped hasta el punto de no dejar que lo
intente. Y nadie será tan necio para temer que este anciano se convierta en mi esposo". Ulises
cogió el arco. La expectación era enorme. El viejo mendigo tensó el arco con tanta facilidad
como si se hubiera tratado de un juego de niños y, con mano firme, disparó una flecha que
atravesó los doce anillos. Después tomó una nueva saeta y dijo: "Ahora voy a ver si doy en un
blanco que aún no fue alcanzado por flecha alguna". Disparó y Antinoo cayó al suelo herido
de muerte. Entonces, todos quisieron echar mano de sus arcos y lanzas. Pero la víspera por la
tarde, Ulises y Telémaco habían quitado todas las armas de la sala. El más animoso de los
pretendientes sacó la espada y se lanzó contra Ulises, pero fue atravesado por una flecha.
Telémaco, Eumeo y otro fiel servidor ayudaron a Ulises, y entre todos hicieron una verdadera
matanza. Las muchachas que intentaron ayudar a los pretendientes, sus amantes, dándoles
armas, tuvieron el mismo fin. Fueron colgadas en la plaza. El cabrero murió también con
muerte vergonzosa.
Por fin, Ulises era otra vez dueño de su casa. Mandó retirar los cadáveres, limpiar la
sangre y purificar el aire de la sala, quemando en ella azufre; después, mandó una esclava a
las habitaciones de Penélope, para anunciarle el regreso de su marido. Penélope no podía
creerlo. Pero pronto desaparecieron sus dudas y la alegría no conoció límites. Los esposos
tenían muchas cosas que contarse.
Así termina la epopeya de Ulises, en donde aparece un tema tratado con frecuencia por
la literatura universal: la esposa fiel que aguarda el regreso de su esposo, abrazándole por
último tras vencer toda clase de dificultades.
Ulises y Penélope, por Francesco Primaticcio, 1560. Óleo sobre lienzo. Museum of Art, Toledo (Ohio).
El ser humano común y corriente, simbolizado en la comitiva de Ulises, aparece
constantemente expuesto a las fuerzas superiores de la naturaleza, manejadas por los dioses o
por los hijos espurios de éstos. Sólo se salva gracias a la obediencia a sus jefes, representados
por Ulises, y a la astucia y, amistades de éstos (los dioses que lo se cundan en momentos
críticos), reflejándose así en el poema la política de entonces, basada en consejos
aristocráticos que toman decisiones bien deliberadas, y en alianzas religiosas (anfictionías)
entre las ciudades-Estados (polis). Muchas otras cosas trasparecen en la obra, pero sobre todo
se trasunta gran emoción por el ser humano, optimismo respecto a su capacidad para sortear
hados poderosos, orgullo ante su moral, intachable en comparación con la que repudiaban en
sí mismos proyectándola a sus dioses.
Al revés de la Ilíada, la Odisea constituye la epopeya, no ya de hombres frente a
hombres, sino del hombre contra todo. Este antropocentrismo fue característico de la cultura
griega, cuyos santuarios, a diferencia de los monumentos orientales, se nos antojan hechos a
la medida del hombre, y cuya filosofía pondrá a la razón de cada cual como metro (canon) de
la verdad (Protágoras) y sólo reconocerá la conveniencia del todo armónico humano como
criterio de moralidad (Epicuro). El hombre es fin en sí. El Occidente irá deduciendo en la
práctica las consecuencias de proposición tan colosal. En el antropocentrismo griego finca la
raíz última del pelagianismo, a la vez que del pluralismo y de la avasalladora eficacia de la
cultura occidental.